Caso perdido
“Me muero hermano” exclamó de pronto Antonio Valladares tambaleándose como ebrio, mientras sus compañeros echaron a reír. “Que te vas a morir”, respondieron en coro, “lo que tenés es una quema loca”. “Les juro”, articuló y parándose en seco batió los brazos y cayó entre uno que se encontraba más cerca. El grupo se asustó, llamaron un coche y lo trasladaron a un alojamiento.
Valladares era valiente, había llegado en esos días, dijo uno de ellos, tras de su peor es nada que se le había juido. Hacía varios días que vagaba en busca de ella, sin dar con su paradero y esta desazón lo tenía afiebrado y en una excitación nerviosa constante. Alojábase en las cercanías de la estación del ferrocarril en casa de unos paisanos suyos quienes le ayudaban buenamente en su búsqueda. Llegado que hubo el guapo, las mujeres comenzaron la cura, con tés de yuyos, fricciones, piedras calentadas al fuego, etcétera, en forma tan expedita que a la hora toda gravedad había ya desaparecido.
En ese instante penetró un individuo preguntando por él y a la estupefacción de todos, reconocieron al que le birló la dama. Lo apostrofaron, casi pasa un mal rato, pues se le fueron encima con ánimo de cascarlo, pero él los detuvo de un gesto, les habló quedo, dijo que la Ramona estaba en el hospital con puntada y que lo había mandado a verlo a Antonio porque se encontraba mal. Los semblantes se dulcificaron un tanto, “bueno dijeron, espérate ahí, le avisaremos”. Al rato volvieron: “Andate nomás, esta tarde hemos de ir a verla”.
Cuando supo el paradero de su compañera, Valladares sanó de pronto, se levantó, quería partir en el acto, sus amigos lo disuadieron, esperaron la tarde y una vez frente a Ramona, Antonio no hacía más que llorar, reprochándole su abandono. “Dejate de zoncear”, le dijo ella, lagrimeando también, “las cosas no están para llorar, arrímate. Yo me voy a morir, júrame que has de criar mis dos hijos, que no lo abandonarás”.
-No, no es cierto; vos no te vas a morir, me quieres hacer creer para que te perdone, pero yo ya no tengo rabia, en tu presencia yo no puedo enojarme: ¡Te quiero tanto Ramona y vos tan ingrata que has sido conmigo! Las lágrimas le corrían silenciosas y daba pena verlo.
-Sos zonzo Antonio, comenzó su compañera. Justo me trajo porque vos no quisiste atender mis ruegos; te pedí que viniéramos a la ciudad y vos te hacías el sordo, quería ver a mi hija tantos años ausentes, era un deseo loco que me entró0, no dormía pensando en ella, necesitaba verla, por eso cuando Justo se vino lo seguí. Aquí he sufrido mucho de tu silencio primero porque me maliciaba que estuvieras enojado y después del desprecio de mi hija que ni siquiera me atendió; estaba hecha una señorita, con zapatos de charol, la pollera a media pierna, hablando en difícil y bailando tangos en las chicherías los domingos. Justo me acompañó como buen hermano, te juro que me ha respetado como si fuera su mamá por defender mi hija, una noche lo aporrearon fiero hasta dejarlo muerto y cuidándolo a él me enfermé. El médico dice que estoy grave porque no siento dolor y yo tengo la seguridad Antonio de que voy a morirme, necesito tu perdón para que tata Dios no se enoje, te juro que digo la verdad.
Valladares seguía llorando, mordisqueando su acuyico sin atinar a hablar. De pronto se arrimó a ella y la abrazó largamente en silencio sin cesar de llorar. Después se instaló en una silla a su cabecera, despidió a sus amigos y quedó solo a cuidarla. “Yo ya no me voy Ramona; si te morís yo me he de morir también, así que tenés que hacer voluntad y ahuyentar la muerte. Recemos Ramona, ¡cruz diablo! La muerte no se ha de animar a entrar”.
Y esa noche pasó tranquila la enferma, durmió mucho, se despertó dos o tres veces pidiendo agua que Valladares le daba con toda solicitud. Al otro día el doctor la encontró mejor; comenzó a esputar sangre, un dolor intenso hacíala gemir continuamente, el facultativo cada vez más solícito, visitaba todos los días siempre acompañado de algún colega, ahí ambos discutían detalles, se engolaban en largas disertaciones científicas de las que nada comprendía Valladares, que los miraba con su cara de cocainómano, medio dormido…
Así pasó un mes hasta que un día le dieron de alta y salió del brazo de su Antonio, débil, exhausta, pero radiante de alegría. Valladares la contemplaba rumiando su acuyico filosóficamente de su estado interno. Ocho días después, partían al valle, a la querencia, como dos recién casados que van en viaje de boda.
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